miércoles, 26 de agosto de 2015


No debí de haber metido las bragas de mi mujer en el cajón de su mesita de noche. Aunque la mayor carga de la casa la lleva ella, es frecuente que sea yo el que recoge el tendedero. Lo recojo y doblo la ropa que no es para plancha terminando mi tarea haciendo dos montoncitos. El suyo, que normalmente ella coloca y el mío que coloco yo, pero bueno, ese día me vine arriba y me dispuse a guardar y ordenar tanto lo suyo como lo mío. Y ahí comenzó todo.

No debí trastear el móvil que me encontré en ese cajón dedicado a bragas y sujetadores. Al ir a colocar las prendas que minutos antes  acababa de doblar vi un móvil que me era extraño. No era el Samsung mega Galaxy que usa mi mujer sino uno pequeñito de los que tienen una manzana por detrás, y claro, no pude resistir la tentación de cogerlo y trastearlo. Tenía clave, pero entre mi mujer y yo no tenemos secretos y conocemos ambos las contraseñas que cada uno tiene para el Facebook, las tarjetas, el correo, la taquilla del gimnasio, etc. Así que probé con el número secreto de la tarjeta de crédito y bingo, el teléfono se desbloqueó.

No debí bichear en el WhatsApp. Curioseando en esta plataforma vi que sólo tenía un contacto que se hacía llamar Matador 2  con el que tenía muchas entradas y en donde éste preguntaba siempre “¿cuando quieres que lo haga?”, a lo que mi mujer, que se identificaba como $ respondía siempre “todavía no”. Sin embargo en la respuesta de hace dos días decía “este próximo sábado, él estará allí en el sofá todo el día ya que tiene gastroenteritis y yo estaré fuera visitando a mi amiga Adela”. Fue leer este mensaje y acordarme súbitamente de la póliza de seguros que mi mujer y yo nos hicimos hace cinco años. Yo no estaba mucho por la labor pero acabé cediendo y contratamos un seguro de vida que daría cobertura en el  caso de incapacidad, muerte o ingreso en prisión. El beneficiario de la misma sería el otro cónyuge o en el caso de que afectara a los dos, de ahí su interés según me decía, nuestro hijo.

No debí contarle todo esto a mi cuñado. No era precisamente santo de mi devoción y él lo sabía ya que en alguna ocasión le recriminé su actitud dura, casi violenta e irrespetuosa con respecto a mi hermana,  por eso quizás se alegró tanto de que le hablara de mi hallazgo, de que le abriera mi corazón confesándole mi perplejidad y agitación y por qué no decirlo, mi miedo. Fue terminar mi narración y con una resolución que no me pareció propia de él, enseguida se ofreció para pasar esa tarde de sábado en mi casa, me comentó que tenía pensado pasar esa tarde trabajando y que lo mismo daba hacerlo en su casa que en la mía siempre que tuviese su portátil. Yo me negué tímidamente no queriendo parecer cobarde ni paranoico, pero ante su insistencia realmente sincera, terminé aceptando su ofrecimiento.

No debí haber bajado a la farmacia a media tarde. Como si me hubieran dado una orden interna, a las siete y media le dije a mi cuñado que me había quedado sin suero fisiológico y que iba a bajar un momentito a la farmacia, mirándome con sus ojos de bobo me dijo que era buena señal que me encontrara con ánimo como para bajar a la calle. Le contesté con una media sonrisa y me fui.  Cuando regresé, estuve más de dos horas deambulando por las calles cercanas a la farmacia, mi cuñado estaba muerto, le habían pegado un tiro a bocajarro por la espalda.

No debí haber cobrado la póliza al día siguiente de haber ingresado en prisión mi esposa a la que le cayeron doce años por asesinato en grado de inducción y cooperación necesaria, ya que desde entonces y como sospechoso para la aseguradora de tramar la encarcelación de mi esposa, ejemplo de libro de chivo expiatorio, estoy siempre seguido por una persona que a una distancia prudencial me acompaña allá a donde voy. Y claro no hay mal que por bien no venga, estoy aprovechando el dinero y el servicio de guardaespaldas del que disfruto para viajar por países que son considerados peligrosos para viajeros solitarios.  

Hoy he recibido un mensaje de mi hermana, me da un abrazo y me agradece lo bien que siempre me porto con ella y no creo que se refiera solamente a la pequeña cantidad de dinero que le envío todos los meses. 

miércoles, 12 de agosto de 2015


Alicia era mi vecina y era una vecina perfecta. No hacía ningún ruido y siempre se podía contar con ella ya fuese para cosas materiales, pedirle un poco de azúcar, asuntos del corazón y de la cabeza, llorarle en el hombro por tus miedos, angustias y desengaños, e incluso para alguna necesidad física que por pudor y respeto me voy a guardar aunque no tengo ninguna duda de que todos os haréis una idea de a qué hago referencia.
Digo era porque Alicia está muerta. Murió hace dos meses, tres días antes de dejar de ser mi vecina ya que se iba a trabajar a Dublín en un taller de restauración de libros viejos.  
No había indicios de violencia hacia ella ni de robo en su vivienda, pero tampoco según el forense parecía una muerte natural. Todo  apuntaba según los informes del caso a un posible envenenamiento.
La policía lo primero que hizo fue buscar a su vecino de planta, es decir a mí. Yo que veía venir lo que iba a suceder puse pies en polvorosa y quizás con mi actitud alimenté la idea de  que puedo tener algo que ver. No creo que me encuentren. Y por supuesto no pienso dejar que nadie me pregunte sobre si contribuí  o no en la muerte de Alicia.
Ahora vivo en una ruidosa ciudad irlandesa y llevo una vida de lo más ordinaria. Mañana sin embargo,  será un día especial y romperé por fin mi triste rutina, después de haberme cruzado con mi nueva y joven vecina en varias ocasiones,  mañana por la noche voy a cenar con ella en casa.


miércoles, 15 de abril de 2015



Los padres de Antonia.

Lo habían dado todo por su hija Antonia y no podían comprender el muro invisible pero real que existía entre su hija y ellos. Antonio y Adela, sin ser ricos, ya que vivían de un pequeño negocio de alimentación, le habían proporcionado siempre lo mejor a su única hija. Desde pequeña Antonia estuvo en colegios privados y caros, contó con ayuda de profesores particulares de inglés, francés y  matemáticas, cuando llegó el momento de salir a estudiar fuera, sus padres no escatimaron ni un céntimo en matricularla en el mejor instituto de la provincia y finalmente al dar el paso universitario, no se dudó ni un minuto en que su destino debía ser Estados Unidos, allí Antonia podría perfeccionar su inglés y tendría, así pensaban sus padres, el camino allanado para acceder a estudios de posgrado y posteriormente al mundo empresarial, que en definitiva era el destino final que se pretendía.

Antonia sin embargo no participaba de las ideas de sus progenitores, ella hubiera preferido otra cosa. Su objetivo nunca había sido terminar trabajando en  una multinacional como directiva ni tenía ni había tenido nunca intención de iniciar actividad empresarial alguna. Tampoco quería ser rica ni estar en la pomada económica. Todo lo contrario, se había especializado en economía social y en los últimos tiempos era requerida en diversidad de foros para hablar de las nuevas políticas económicas basadas en el decrecimiento.
Para mayor irritación de los padres de Antonia, ésta no tenía familia ni hijos y según se podía desprender de su actitud y edad, cumpliría 41 el próximo mes de Mayo, no existían razones para pensar que la situación fuera a cambiar.

Todo ello había hecho que el desapego y la extrañeza fuese creciendo en los corazones de ambas partes. La distancia física claro tampoco ayudaba, Antonia llevaba mucho tiempo viviendo en Norteamérica,  ahora residía en Portland, así que entre unas cosas y otras eran ya 15 años los que llevaban sin verse, ni siquiera por skype ya que sus padres no querían saber nada de las nuevas tecnologías.  

Antonia siempre había sido muy consciente del esfuerzo hecho por sus padres y por ello y a pesar de todas sus diferencias los quería. Ella nunca abandonó la idea de que las cosas podían cambiar y se esforzó en muchas ocasiones porque así fuere, sin embargo, cada vez que había dado un paso para intentar acercarse a sus, hay que decirlo, queridos padres, se encontró con hielo, decepción e incomprensión. Todo esto le estaba haciendo pupa, Antonia era consciente de que la situación no la controlaba y que su pena y tristeza era cada vez más grande. No es de extrañar pues que aparecieran los primeros síntomas de daños internos y en consecuencia las primeras terapias. Finalmente, no pudo ser de otra forma, la medicación.

Hace una semana los padres de Antonia recibieron un telegrama. Lo remitía su hija y por lo tanto lo leyeron los dos al mismo tiempo. El contenido lo transcribo textualmente: “Finalmente he perdido. Cuando leáis este texto ya no perteneceré al mundo de los vivos. Espero no haya problemas para que puedan cobrar mi seguro de vida ya que sois los únicos beneficiarios del mismo”.

Los padres se miraron, esbozaron una sonrisa y casi al unísono se dijeron el uno al otro: “no nos equivocamos, todo nuestro esfuerzo mereció la pena”. 

viernes, 3 de abril de 2015


Ágata no ha viajado nunca. No es que le tenga miedo a los medios de transporte, simplemente no los usa. No tiene una opinión sobre los mismos y no quiere tenerla.

Su negativa a viajar la justifica en el pánico que le produce salir de su comodidad cotidiana, verse fuera de su círculo de confort le genera ansiedad, vértigos y taquicardia. Yo a veces intento convencerla de que no es una postura razonable la suya, incluso le digo que no es sano. Que se pierde muchas cosas, que el mundo es ancho y ajeno y bla, bla, bla. Pero ella siempre asertiva y serena zanja la cuestión diciéndome que le vale con los viajes de los demás y con la literatura de viajes en su defecto.

No conozco a nadie que tenga la capacidad que ella tiene para oír los viajes de sus amigos. Disfruta viendo las muchísimas fotos que le enseñamos (la cámara digital ha hecho mucho daño), escuchando anécdotas y mini aventuras, descripciones infinitas de paisajes y personas, en fin que cuando alguno de sus amigos y conocidos regresa de algún sitio, lo primero que hace es ir a buscarla.

Está claro que a todos nos gusta contar nuestros viajes, no es que viajemos para contarlo, no, pero parece que si no lo contamos no le sacamos el mismo provecho y tener la suerte de disponer de alguien que sabes que no va a contraatacar con el relato del suyo propio es algo impagable y que no es fácil de encontrar. Y si esto fuera poco y por lo que a mi concierne, desde que me he dado cuenta de que mi memoria está basada en los hechos que he contado una y otra vez, no dudo en aparecer por su casa aunque lo que haya hecho sólo sea una mínima excursión campestre por los alrededores de la ciudad.

Nos escucha a todos pero no se esconde en decir que su preferido contando historias de viajes es Poulos. A él incluso lo llama para que le vuelva a contar algún  viaje o episodio que en su momento le causase una especial impresión. También destaca de Poulos como dice al final de todos sus relatos la manida frase “me hubiera quedado a vivir allí”. Ella piensa que es el único que lo dice siempre de verdad y sin impostura alguna y que por lo tanto tiene mucha suerte al poder disfrutar de la compañía de un verdadero espíritu viajero.

Ayer estuve hablando con ella y le pregunté por qué estaba tan nerviosa. Me dijo que su querido Poulos estaba participando en un viaje orbital organizado por un potentado británico de cuyo nombre no me acuerdo y que no veía el momento de encontrarse con su amigo para oírlo sin perder una sola palabra.


Hoy he leído en la prensa que de los cinco ocupantes de la nave espacial fletada por Richard Brinson sólo habían regresado cuatro. Por los visto uno de ellos se negó a regresar a la nave después del paseo ingrávido en el espacio. Me he quedado completamente paralizado. Parece que Poulos finalmente ha decidido no volver, cumpliendo así su deseo de quedarse definitivamente en el lugar que había ido a visitar.  

domingo, 22 de marzo de 2015


Inés comenzó a estar intranquila a partir del segundo día de no verla. Era la primera vez que pasaba, aunque su abuela siempre evitaba encontrarse con ella y las rutinas de ambas fueran en franjas horarias muy distintas, lo normal es que en algún momento coincidieran ya que el piso que compartían no era muy grande.
Inés llevaba instalada en casa de su abuela Ana dos meses. Después de pelearse con su novio con quien había estado viviendo durante dos años, no quiso volver con sus padres y al no ser independiente económicamente, pensó que lo mejor sería irse a vivir con la abuela.
No podemos decir que  la abuela Ana la recibiera con los brazos abiertos. Inés presa de su egoísmo no podía ver algo que no fuera su situación y por ello no tuvo la sensibilidad suficiente ni para consultar ni avisar. No hay que extrañarse por lo tanto de que la reacción de la abuela fuera clara desde el principio. Sin atreverse a decirle de una forma contundente que se fuera, si que con sus actos, miradas y algún que otro exabrupto, mostraba a las claras el descontento que tenía. No le hacía ninguna gracia compartir su casa con nadie y menos aún con su nieta Inés, la única nieta de las tres que tenía que precisamente nunca le había prestado la más mínima atención. Ni siquiera cuando se murió el abuelo después de una dura enfermedad en donde y creo que a estas alturas sobra decirlo, la ayuda o la mera presencia de Inés brilló por su ausencia.
A Inés aunque le daba pánico tener que entrar al cuarto de su abuela, pensó que debería hacerlo. No era normal lo que estaba sucediendo y ella debía hacer algo pues se temía lo peor. Le preocupaba la situación y el no hacer nada la podía comprometer a nivel social e incluso en instancias judiciales. Le constaba que la omisión de socorro era sancionable y ella lo último que quería eran problemas.  
Al tercer día Inés le echó valor, dio unos pequeños golpes en la puerta a modo de llamada y sin esperar respuesta, entró. Estaba todo muy oscuro pero pudo comprobar para su tranquilidad que el cuarto estaba vacio, allí no había nadie.  Inés suspiró aliviada al mismo tiempo que veía en la mesita que la abuela utilizaba de escritorio, un folio de color rosa con una vieja pluma encima del mismo haciendo la función de pisapapeles. Inés cogió el texto y lo leyó apresuradamente.
No podía creer lo que estaba leyendo. Era una carta dirigida a ella en donde la abuela le decía con términos que no daban lugar a dudas, que se había ido,  que no aguantaba su presencia y que prefería irse de su casa antes que tener que soportar semejante compañía.
Inés se limpio unas tímidas lágrimas de la cara e inmediatamente se puso manos a la obra. Cogió una gran bolsa de basura y comenzó a meter en ella fotos, ropa y todos aquellos elementos personales que habían pertenecido a la abuela.

Habían pasado casi dos horas y ya no quedaba nada personal de la abuela a la vista. Inés respiró profundamente y de nuevo se le escaparon dos pequeñas lágrimas, pero esta vez no tuvo duda. Eran de pura alegría. 

domingo, 15 de marzo de 2015



Siempre me ha gustado salir al campo los fines de semana. Disfrutar del paisaje, del silencio, de la diversidad de olores y colores y por supuesto del avistamiento de bichos, en especial de las aves, ¡ojo! siempre que entre los animales y yo haya una buena distancia (para algo se inventaron los prismáticos) y unas relaciones de cordialidad y fraternidad mutua, cosa que es difícil de encontrar en el mundo animal, humanos inclusive por supuesto.
Todo cambió el día que andando por esas veredas me encontré con un puesto y decidí echarlo abajo. A partir de ese momento no salía al campo como siempre, mi adrenalina corría a toda velocidad y mi cuerpo ya no regía, no era capaz ni de mirar siquiera hacia dónde me dirigía ni donde pisaba, sólo como si de un autómata se tratara iba buscando nuevos escondites que destrozar. Por supuesto no era consciente de lo que estaba pasando y haciendo.
Así que un domingo que parecía perfecto, cuando estaba pegando las patadas más fuertes a un abrigo hecho de piedras, me encontré rodeado por cuatro hombretones que salieron de la nada y que iban cargados con sus escopetas de dos cañones. Sin mediar palabra me soltaron dos galletones que de inmediato me quitaron el sentido.
Una semana entera me pasé, mi reloj lo tuve en todo momento, encadenado en un cortijo. Me daban comida de perro y tenía puesto de día y noche en una grandísima tele  el programa Jala y Sedar. Además al alcance de mi mano tenía ejemplares de las revistas: Trofeul, Más que capa, y otras muchas más en esta línea.
A los ocho días justos me liberaron no sin antes advertirme que no volviera a incurrir en mis actividades de fin de semana. Yo por supuesto con el síndrome de Estocolmo a tope les prometí que no se preocuparan.
Diez días después, ya recuperado de todas mis heridas físicas, lo primero que hice fue comprarme una escopeta y portando una licencia falsificada por si las moscas me fui al monte.
Mis pasos como si de un embrujo se tratase me llevaron al lugar donde estuve encerrado. Allí como no podía ser menos en época de barra libre, me encontré  con los humanos que me sometieron. Al verme se sorprendieron pero inmediatamente el ambiente se destensó. Yo pregunté la hora de la salida al jabalí y la respuesta fue un movimiento unánime y risas generalizadas.
A la tarde ya contando las cabezas abatidas nos sentamos alrededor de una gran lumbre para disfrutar de unos vinos y las chanzas propias del momento.
Una de las veces que me pasaron la bota y mientras que estiraba bien el cuello para que me entrara a tope el vino a gañote pude ver, como si de una aparición se tratara, el depósito de gasoil tan típico en este tipo de construcciones. Terminé de tragar y sin solución de continuidad, cogí la escopeta y le metí un par de tiros.
Ahora mismo escribo desde el hospital. Tengo quemaduras de segundo grado y parece que la cabeza no me rige del todo bien. En ello coinciden los doctores que me han atendido en el centro hospitalario y mi médica “personal”, que por supuesto ha acudido a visitarme rápidamente una vez que ha tenido noticias del suceso acaecido.  Del resto de personas que solazaban conmigo no se nada ni quiero saber. He preguntado por la jauría de perros y nadie es capaz de darme una mínima información.
Si salgo de esta tengo claro que hay mucho por hacer todavía.



sábado, 7 de marzo de 2015



He aprendido con el paso del tiempo lo conveniente que es mantener la boca cerrada aunque no seas un pez ni estés en la lista de los envenenables. Con el pico cerrado, evitas enfrentamientos verbales de todo tipo, mal entendidos, interpretaciones maliciosas y tergiversaciones descaradamente perjudiciales para tus intereses. Por lo tanto no tengo duda de los beneficios de la cremallera bucal. Claro está que no todo son ventajas, los psicólogos nos recuerdan las bondades de ir soltando lastre. No nos lo podemos callar todo ya que sino corremos el riesgo de explotar. Además,  para poder seguir unas normas mínimas de convivencia, la palabra es necesaria, véanse saludos, actividades laborales, de abastecimiento y ocio o cualquier otra de las muchas rutinas que realizamos en compañía de otras personas. Aunque el uso de la sin hueso siempre conlleva peligro, es en estos casos cuando menos riesgo representa, pero ojo siempre debemos ser cautos y no caer nunca en la tentación de relajarnos.

Por este silencio que llevo a raja tabla, hace  tiempo ya que nadie sabe lo que pasa por mi cabeza, ni lo que pienso ni lo que siento, no doy nunca mi opinión ni transmito sentimientos, no doy explicaciones ni las pido, no oigo argumentos ni los doy. Ni en mi  casa,  ni en el trabajo, ni con los conocidos y familiares, con nadie. Y lo bueno de todo, es un silencio que no levanta sospechas, nadie me pregunta qué me pasa, nadie me mira con preocupación, rabia o quizás curiosidad. No, no corro ese peligro, porque mi silencio está conseguido a base de hablar mucho.